viernes, 11 de mayo de 2012

vacío

Es justo esa sensación de vacío, de demasiado espacio entre las ideas la que vive instalada entre mi pecho y la parte menos visible de mi vientre. No puedo decirte que soy infeliz ni siquiera que merezco una vida mejor. No debo contaminar mis palabras con esas consonantes demasiado líquidas que las enmohecen y las acaban debilitando. Sin embargo, hoy alguien me ha dicho que mi discurso es pesado y poco luminoso. Ella no lo sabe pero me he sentido como la madrastra traicionada por su espejo, ese que no le contesta a la pregunta absurda que le propone. Tiene razón. Pero lo que nadie sabe es que necesito moverme entre la frontera de lo esperable y lo invisible. Es cierto, necesito herirme a menudo para sentir que estoy vivo, que la intensidad del momento se convierta en una herencia irreemplazable, que la carga de lo insignificante sea una razón de peso. Desprecio considerablemente las abreviaturas, la impertinencia de los lunes, la vida sin tardes de siesta, la irrelevancia de los discursos, la multitud callada y las sonrisas heladas. No quiero pasar de puntillas entre los momentos más comunes de mi existencia, por eso venero las coetaneidades, las costumbres escogidas, las pautas que permito que se repitan. No soy capaz de dejar pasar un segundo sin escoger, sin sentir profundamente, sin dejar que me escueza la casualidad. Soy un ser contradictorio, intenso, vulnerable y soñador. Suelo enamorarme de los pies de página, de las excusas, de la irreverencia y de los que me enseñan a sonreír de otra forma. Cedo ante la inteligencia menos usual, ante el dialogo compartido sin avaricias. No sé vivir de otra manera, ni quiero hacerlo. Ahora no. Prefiero las escaleras a la tablas rasas y, por supuesto, no descarto convertirme en un ser aún más complejo adoctrinado por los paréntesis que a nadie parecen importarles. No es aleatorio que cada noche me acueste comenzando a escribir un libro, que en cada esquina vea un personaje a quien quiera conocer, que esté volviéndome más silencioso y reflexivo. ¡Necesito tanto el silencio que no tengo!. Soy consciente de lo aburrido que puede parecer este paseo que propongo pero no quiero volar en primera, ni compartir las ilusiones que los demás han comprado en rebajas. No pretendo ser único ni admirado, sólo quiero sentir que soy yo, que me permito ser yo, que disfruto siendo yo. Por eso, por esto que escribo y por lo que callo o bien no puedo siquiera entender, necesito escribir que estoy enamorado de una madrugada de mayo llena de alcohol. Una de esas excepciones, de esos paréntesis que hacen que mis letras suenen deliciosamente ásperas al arrastrar el lápiz sobre el papel.

martes, 5 de julio de 2011

Nadie imaginó aquel agosto, en aquel lugar extraño, donde el mar se traga las tardes para llenarse de luz, que hoy os convertiríais en la postdata de aquellas letras, de aquel dictado que comenzabais a copiar. Ilusionados, inocentes, sin esquinas. Nadie os contestó a las disyuntivas que acababais de alquilar en Rota, ni las que luego os regalaríais en Formentera. Nadie decidió hacer nada, ni siquiera mientras conducíamos entre círculos en busca de un tren hacia Sevilla, divertidas, arriesgadas. Ninguno de nosotros resolvió la cuestión principal porque fuimos testigos de la tremenda luz que comenzabais a crear.

Mas tarde vino la vida, la de cada uno de vosotros, la vuestra, la de cada uno de nosotros. Y entonces todo fue fluyendo despacio, como se mueven las cosas importantes y fuimos descubriendo que crecíais en plural, discretos, convencidos, generosos. Dieron igual las razones últimas, de nuevo no contestasteis a nadie ni a nada. Fue secundario encontraros en el Bubó, en el Trastevere o en aquel hotel de nombre de mujer despechada. No os importaba el ritmo de las consonantes; vosotros sabíais que todo era mejor si vuestros codos se podían encontrar de madrugada. Eso, permitió que paseáramos a vuestro lado mientras nos contabais las sensaciones que os producían desataros las cordoneras de los zapatos. Eso permitió que la ilusión os arrebatase la poca cordura que os alimentaba y en cualquier café de la mañana, en cualquier comida en La Encarnación nos desvelasteis que jugabais sin prisas conscientes de que nadie perdería la partida.

Ahora sabemos que todo ha merecido la pena, que aquel comienzo estaba esperándoos para que os dejarais llevar. Ahora sabemos que nada es imposible si se tiene el alma pintada de naranja, si cada vez que se hace la maleta de vuelta dejas algo escondido por Gracia. Ahora sabemos que las espaldas son lugares seguros porque nos habéis hecho entender que los disparos a bocajarro son regalos llenos de música, que aquellas complicidades os han hecho entender la vida después del silencio, que la sinrazón ha sido el aire que necesitaban vuestras cometas para volar, para que nadie, ni siquiera los hombres grises, pudieran destrozarlas.

Ahora, hoy, en este momento, todas las dudas que no contestasteis, las que mantuvisteis guardadas en la línea recta que os separaba, han cobrado otra dimensión. Son mucho más gaseosas, menos pesadas y hoy, precisamente hoy, han estallado y nos hacen más felices, nos refrescan, nos animan, nos consienten rodeados de vosotros.

Ahora, en este preciso instante tenemos un globo en el pecho, tan rojo y luminoso, que nos ayuda a entender que cada patada del instinto es un regalo que debemos perseguir para poder creer en el mundo, en nuestro mundo, ese que sin duda es mejor con vosotros a nuestro lado.

Rosa, te quiero.
Pepe, te quiero.

sábado, 23 de abril de 2011

y veinticinco...


hoy, especialmente hoy, lo he vuelto a sentir.
ha sido al abrazarla, al cogerla de las manos que me han cuidado con verdadera devoción. al mirarla vivir a nuestro lado, amable, inocente. hoy a las siete y veinticinco de la tarde en la que cumplo treinta y seis años, he comprendido, de nuevo, que nunca nadie sentirá de esa manera al verme aparecer cualquier jueves.



si, claro que si, yo también te quiero.

viernes, 22 de abril de 2011

impares

-¿Me abrazas?-, acertó a decir. Se levantó despacio, como si temiese que alguien la fuera a sentar cogiéndola por los hombros. Giró las piernas para mirarle de frente y dejó que un primer paso la liberase de la rigidez del silencio que precede a la respuesta. Levantó los brazos hasta la mitad de su cuerpo, los abrió como si llevara una pelota grande que casi no pudiera sostener. Dio otro paso y mantuvo retrasado el pie izquierdo, apoyado tan sólo en su empeine. Él restó a sus pasos dos, que fueron los que dio para que ella no siguiera sumando. Atravesó el círculo que dibujaban sus brazos inocentes, entregados y trazó desde su centro un radio que contestó que si. Esta vez eran cuatro brazos impares en sus posturas, dos órbitas entrelazadas permitiendo que dos cabezas se unieran por los cuellos que un día se amaron.
-¿Me perdonas?-, prosiguió ella.
-No tengo nada que perdonar-, sentenció. -Todo está ya olvidado-.
Respiró aliviada, incluso se pudo escuchar el sonido de las bisagras que se abrieron, en ese momento, en su pecho; cerca del lugar donde se almacena el odio y el rencor; donde la luz se pliega ante palabras, ante frases aceitosas y grasientas llenas de ideas atroces,  que obturan los canales de salida, por miedo, a veces, a peder incluso lo que nos hace daño.
Terminaba así la distancia, seguro que necesaria, que habían mantenido durante dos años. Ella había crecido y mudado la piel varías veces, incluso pareciera, por lo poco que se sabía, que en esta última ocasión se la hubieran arrancado de una. Él no pudo evitar abrazarla porque respondía, como única opción posible, al dictado de la razón menos lógica, al impulso de la presencia del recuerdo; a la realidad que nos conduce a un lugar donde somos mejores. Él no pudo evitar abrazarla porque estará el resto de su vida vinculada a lo que es.
-Hueles como siempre-, le dijo él.

jueves, 21 de abril de 2011

Hotel Vela.

A mi lado se abre una ventana inmensa al mar. El día es azul y luminoso. Una brisa ha barrido la lluvia de ayer y ha dejado un cielo amable que invita a pasear y a esconderse entre las calles de esta ciudad. Me he perdido cerca del puerto y, como si supiera hacía donde me dirigía, he parado a tomar un café en un hotel que comenzó a construirse cuando estuvimos aquel año por primera vez en Barcelona. Ellos acaban de llegar y se han sentado a mi derecha, mientras escribía. Son dos, comigo hacemos tres alrededor de una mesa baja, nos hemos mirado durante unos instantes y, sin acuerdo previo, nos hemos convertido en unos extraños educados. Ella ronda los cincuenta años, tiene el pelo cansado y despeinado. Antes era castaño, pero ahora sus colores tropiezan con cada mechón que cae estrepitosamente sobre sus hombros. Mastica concienzudamente un chicle con los dientes delanteros, como si quisiera convertirlo en pequeños trozos para tragarlo. Su cara es arrugada pero guarda un cierto recuerdo de una belleza ahora caducada. Está sentada con el cuerpo inclinado hacia la mesa. Sus brazos descansan sobre sus muslos y sus manos, a su vez, sobre el abismo que media entre sus rodillas y el suelo. Sus dedos son cortos y finos, lleva tres anillos y en una de sus manos sostiene un teléfono móvil como si esperase una llamada. Su ropa es masculina, sin la menor importancia, pero su bolso es caro, de piel marrón y en forma de saco. A él lo mira constantemente, con esos ojos cansados, como si ordenara con la mirada todos y cada uno de las palabras que le regala el chico. No lo evita ni para beber el refresco que le ha pedido al camarero, ese rubio con cara y modales de alemán.
No sé de lo que hablan. He decidido aislarme y escucho a Malher. Me parece más interesante imaginar que descubrir en este momento. Estoy pero sólo me permito percibir. 
Él es muy joven, demasiado para ella si pensamos, que es lo que hago, que es un chapero. Es sudamericano, de Bogotá, pero parece árabe. Posiblemente no seamos los huéspedes tipo de este hotel a la orilla del mar, pero él es aún, la pieza que menos encaja entre las cortinas de delicado lino y los sillones blancos de suave piel. Es moreno, tiene una gran cicatriz en la mejilla izquierda que me observa mientras escribo. Mueve las manos al hablar para ayudarla a comprender. Ordena, detiene, aparta, eleva, lanza y se para. Ella entonces, replica y lo mira fijamente, mueve también las manos y con ellas su teléfono. Sus miradas son lineales, directas. No reparan ni en mi presencia ni en la de los camareros que viene y van a nuestra derecha vestidos de negro. Entre ellos hay todo un mundo que están construyendo, sin que les importe las razones últimas de los tejados. Sólo hay una primera y básica: la compañía, el calor de la primera persona del plural. Se encuentran trazando la gran vía de su historia, la arteria principal y con eso, por ahora, es suficiente. Él sonríe, ella no. Parece que ella negocia, él consiente en cada una de las cláusulas del contrato. Se adhiere sin excepciones, como sólo pueden hacerlo quiénes viven lejos de donde nacieron.
Han terminado, por primera vez ella ha sonreído e incluso ha abierto un poco más sus ojos doblados. Mahler guarda silencio y escucho decir en ella: vamos. Se levanta y advierto que es delgada, enfermiza diría yo. Él de nuevo le devuelve una brillante mueca de aprobación. Se alejan caminando uno junto al otro, ella utiliza unos andares sutiles, educados, él camina a pasos cortos enfundado en unos pantalones de saldo que le están grandes. Mete sus manos en los bolsillos delanteros y empuja sus hombros hacia adelante como para esconderse. Ella deja caer su mano izquierda y la hace descansar paralela a su cadera, la mueve con un suave baile pendular, con la derecha aprieta el asa del bolso. Ninguna de ellas lleva su teléfono móvil. Han desparecido al final del hall, justo por donde debieron entrar. No los volveré a ver en mi vida. Se fueron de espaldas al mar, dejando tras de si una mentira como cualquier otra.
Ahora soy yo que se va, solo como hasta ahora. Miro por última vez a mi izquierda, al mar. Sólo nosotros dos hemos sentido algo especial al verlos caminar el uno junto al otro, alejándose, buscándose de lado para que nadie pudiera detenerlos.

miércoles, 13 de abril de 2011

me tienes

Lamento cada instante que no acaricio tu piel, esa que es blanca y generosa, esa que espera mi abrazo y lo responde complacida. Lamento cada segundo que no escucho el sonido que haces al vivir, callado, distante, observador bajo esas pestañas que te ocultan de tus miedos. No consigo cargarme de razones para enderezar las débiles respuestas que me impone cada presente y por eso, siento un frío que, en ocasiones, solo logro calmar con silencios, largos, solitarios y algo líquidos. Soy consciente de lo áspera que resulta la distancia entre el instante y el recuerdo, sobre todo cuando se camina en soledad. Créeme, sé que esos pasos tuyos torcidos y grandes, me quieren de una forma tan especial que cada vez que los oigo no puedo evitar caminar tras su rastro para encontrarme contigo. Y entonces necesito que me agarres, que escondas tu barbilla en mi cuello, que mis brazos intenten dibujarse en tu espalda, como si sólo fuese esa vez, como si tuviese solo una oportunidad. Y es que, es eso, no quiero perderte por esos argumentos que no he escrito, pero que día a día se cuelan entre nosotros para contar nuestra historia. Tenlo claro, por favor, eres tan especial, tan delicado, tan generoso que tus sonidos son lo mejor que he encontrado nunca para poder abrigarme…