jueves, 21 de abril de 2011

Hotel Vela.

A mi lado se abre una ventana inmensa al mar. El día es azul y luminoso. Una brisa ha barrido la lluvia de ayer y ha dejado un cielo amable que invita a pasear y a esconderse entre las calles de esta ciudad. Me he perdido cerca del puerto y, como si supiera hacía donde me dirigía, he parado a tomar un café en un hotel que comenzó a construirse cuando estuvimos aquel año por primera vez en Barcelona. Ellos acaban de llegar y se han sentado a mi derecha, mientras escribía. Son dos, comigo hacemos tres alrededor de una mesa baja, nos hemos mirado durante unos instantes y, sin acuerdo previo, nos hemos convertido en unos extraños educados. Ella ronda los cincuenta años, tiene el pelo cansado y despeinado. Antes era castaño, pero ahora sus colores tropiezan con cada mechón que cae estrepitosamente sobre sus hombros. Mastica concienzudamente un chicle con los dientes delanteros, como si quisiera convertirlo en pequeños trozos para tragarlo. Su cara es arrugada pero guarda un cierto recuerdo de una belleza ahora caducada. Está sentada con el cuerpo inclinado hacia la mesa. Sus brazos descansan sobre sus muslos y sus manos, a su vez, sobre el abismo que media entre sus rodillas y el suelo. Sus dedos son cortos y finos, lleva tres anillos y en una de sus manos sostiene un teléfono móvil como si esperase una llamada. Su ropa es masculina, sin la menor importancia, pero su bolso es caro, de piel marrón y en forma de saco. A él lo mira constantemente, con esos ojos cansados, como si ordenara con la mirada todos y cada uno de las palabras que le regala el chico. No lo evita ni para beber el refresco que le ha pedido al camarero, ese rubio con cara y modales de alemán.
No sé de lo que hablan. He decidido aislarme y escucho a Malher. Me parece más interesante imaginar que descubrir en este momento. Estoy pero sólo me permito percibir. 
Él es muy joven, demasiado para ella si pensamos, que es lo que hago, que es un chapero. Es sudamericano, de Bogotá, pero parece árabe. Posiblemente no seamos los huéspedes tipo de este hotel a la orilla del mar, pero él es aún, la pieza que menos encaja entre las cortinas de delicado lino y los sillones blancos de suave piel. Es moreno, tiene una gran cicatriz en la mejilla izquierda que me observa mientras escribo. Mueve las manos al hablar para ayudarla a comprender. Ordena, detiene, aparta, eleva, lanza y se para. Ella entonces, replica y lo mira fijamente, mueve también las manos y con ellas su teléfono. Sus miradas son lineales, directas. No reparan ni en mi presencia ni en la de los camareros que viene y van a nuestra derecha vestidos de negro. Entre ellos hay todo un mundo que están construyendo, sin que les importe las razones últimas de los tejados. Sólo hay una primera y básica: la compañía, el calor de la primera persona del plural. Se encuentran trazando la gran vía de su historia, la arteria principal y con eso, por ahora, es suficiente. Él sonríe, ella no. Parece que ella negocia, él consiente en cada una de las cláusulas del contrato. Se adhiere sin excepciones, como sólo pueden hacerlo quiénes viven lejos de donde nacieron.
Han terminado, por primera vez ella ha sonreído e incluso ha abierto un poco más sus ojos doblados. Mahler guarda silencio y escucho decir en ella: vamos. Se levanta y advierto que es delgada, enfermiza diría yo. Él de nuevo le devuelve una brillante mueca de aprobación. Se alejan caminando uno junto al otro, ella utiliza unos andares sutiles, educados, él camina a pasos cortos enfundado en unos pantalones de saldo que le están grandes. Mete sus manos en los bolsillos delanteros y empuja sus hombros hacia adelante como para esconderse. Ella deja caer su mano izquierda y la hace descansar paralela a su cadera, la mueve con un suave baile pendular, con la derecha aprieta el asa del bolso. Ninguna de ellas lleva su teléfono móvil. Han desparecido al final del hall, justo por donde debieron entrar. No los volveré a ver en mi vida. Se fueron de espaldas al mar, dejando tras de si una mentira como cualquier otra.
Ahora soy yo que se va, solo como hasta ahora. Miro por última vez a mi izquierda, al mar. Sólo nosotros dos hemos sentido algo especial al verlos caminar el uno junto al otro, alejándose, buscándose de lado para que nadie pudiera detenerlos.

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