sábado, 23 de abril de 2011

y veinticinco...


hoy, especialmente hoy, lo he vuelto a sentir.
ha sido al abrazarla, al cogerla de las manos que me han cuidado con verdadera devoción. al mirarla vivir a nuestro lado, amable, inocente. hoy a las siete y veinticinco de la tarde en la que cumplo treinta y seis años, he comprendido, de nuevo, que nunca nadie sentirá de esa manera al verme aparecer cualquier jueves.



si, claro que si, yo también te quiero.

viernes, 22 de abril de 2011

impares

-¿Me abrazas?-, acertó a decir. Se levantó despacio, como si temiese que alguien la fuera a sentar cogiéndola por los hombros. Giró las piernas para mirarle de frente y dejó que un primer paso la liberase de la rigidez del silencio que precede a la respuesta. Levantó los brazos hasta la mitad de su cuerpo, los abrió como si llevara una pelota grande que casi no pudiera sostener. Dio otro paso y mantuvo retrasado el pie izquierdo, apoyado tan sólo en su empeine. Él restó a sus pasos dos, que fueron los que dio para que ella no siguiera sumando. Atravesó el círculo que dibujaban sus brazos inocentes, entregados y trazó desde su centro un radio que contestó que si. Esta vez eran cuatro brazos impares en sus posturas, dos órbitas entrelazadas permitiendo que dos cabezas se unieran por los cuellos que un día se amaron.
-¿Me perdonas?-, prosiguió ella.
-No tengo nada que perdonar-, sentenció. -Todo está ya olvidado-.
Respiró aliviada, incluso se pudo escuchar el sonido de las bisagras que se abrieron, en ese momento, en su pecho; cerca del lugar donde se almacena el odio y el rencor; donde la luz se pliega ante palabras, ante frases aceitosas y grasientas llenas de ideas atroces,  que obturan los canales de salida, por miedo, a veces, a peder incluso lo que nos hace daño.
Terminaba así la distancia, seguro que necesaria, que habían mantenido durante dos años. Ella había crecido y mudado la piel varías veces, incluso pareciera, por lo poco que se sabía, que en esta última ocasión se la hubieran arrancado de una. Él no pudo evitar abrazarla porque respondía, como única opción posible, al dictado de la razón menos lógica, al impulso de la presencia del recuerdo; a la realidad que nos conduce a un lugar donde somos mejores. Él no pudo evitar abrazarla porque estará el resto de su vida vinculada a lo que es.
-Hueles como siempre-, le dijo él.

jueves, 21 de abril de 2011

Hotel Vela.

A mi lado se abre una ventana inmensa al mar. El día es azul y luminoso. Una brisa ha barrido la lluvia de ayer y ha dejado un cielo amable que invita a pasear y a esconderse entre las calles de esta ciudad. Me he perdido cerca del puerto y, como si supiera hacía donde me dirigía, he parado a tomar un café en un hotel que comenzó a construirse cuando estuvimos aquel año por primera vez en Barcelona. Ellos acaban de llegar y se han sentado a mi derecha, mientras escribía. Son dos, comigo hacemos tres alrededor de una mesa baja, nos hemos mirado durante unos instantes y, sin acuerdo previo, nos hemos convertido en unos extraños educados. Ella ronda los cincuenta años, tiene el pelo cansado y despeinado. Antes era castaño, pero ahora sus colores tropiezan con cada mechón que cae estrepitosamente sobre sus hombros. Mastica concienzudamente un chicle con los dientes delanteros, como si quisiera convertirlo en pequeños trozos para tragarlo. Su cara es arrugada pero guarda un cierto recuerdo de una belleza ahora caducada. Está sentada con el cuerpo inclinado hacia la mesa. Sus brazos descansan sobre sus muslos y sus manos, a su vez, sobre el abismo que media entre sus rodillas y el suelo. Sus dedos son cortos y finos, lleva tres anillos y en una de sus manos sostiene un teléfono móvil como si esperase una llamada. Su ropa es masculina, sin la menor importancia, pero su bolso es caro, de piel marrón y en forma de saco. A él lo mira constantemente, con esos ojos cansados, como si ordenara con la mirada todos y cada uno de las palabras que le regala el chico. No lo evita ni para beber el refresco que le ha pedido al camarero, ese rubio con cara y modales de alemán.
No sé de lo que hablan. He decidido aislarme y escucho a Malher. Me parece más interesante imaginar que descubrir en este momento. Estoy pero sólo me permito percibir. 
Él es muy joven, demasiado para ella si pensamos, que es lo que hago, que es un chapero. Es sudamericano, de Bogotá, pero parece árabe. Posiblemente no seamos los huéspedes tipo de este hotel a la orilla del mar, pero él es aún, la pieza que menos encaja entre las cortinas de delicado lino y los sillones blancos de suave piel. Es moreno, tiene una gran cicatriz en la mejilla izquierda que me observa mientras escribo. Mueve las manos al hablar para ayudarla a comprender. Ordena, detiene, aparta, eleva, lanza y se para. Ella entonces, replica y lo mira fijamente, mueve también las manos y con ellas su teléfono. Sus miradas son lineales, directas. No reparan ni en mi presencia ni en la de los camareros que viene y van a nuestra derecha vestidos de negro. Entre ellos hay todo un mundo que están construyendo, sin que les importe las razones últimas de los tejados. Sólo hay una primera y básica: la compañía, el calor de la primera persona del plural. Se encuentran trazando la gran vía de su historia, la arteria principal y con eso, por ahora, es suficiente. Él sonríe, ella no. Parece que ella negocia, él consiente en cada una de las cláusulas del contrato. Se adhiere sin excepciones, como sólo pueden hacerlo quiénes viven lejos de donde nacieron.
Han terminado, por primera vez ella ha sonreído e incluso ha abierto un poco más sus ojos doblados. Mahler guarda silencio y escucho decir en ella: vamos. Se levanta y advierto que es delgada, enfermiza diría yo. Él de nuevo le devuelve una brillante mueca de aprobación. Se alejan caminando uno junto al otro, ella utiliza unos andares sutiles, educados, él camina a pasos cortos enfundado en unos pantalones de saldo que le están grandes. Mete sus manos en los bolsillos delanteros y empuja sus hombros hacia adelante como para esconderse. Ella deja caer su mano izquierda y la hace descansar paralela a su cadera, la mueve con un suave baile pendular, con la derecha aprieta el asa del bolso. Ninguna de ellas lleva su teléfono móvil. Han desparecido al final del hall, justo por donde debieron entrar. No los volveré a ver en mi vida. Se fueron de espaldas al mar, dejando tras de si una mentira como cualquier otra.
Ahora soy yo que se va, solo como hasta ahora. Miro por última vez a mi izquierda, al mar. Sólo nosotros dos hemos sentido algo especial al verlos caminar el uno junto al otro, alejándose, buscándose de lado para que nadie pudiera detenerlos.

miércoles, 13 de abril de 2011

me tienes

Lamento cada instante que no acaricio tu piel, esa que es blanca y generosa, esa que espera mi abrazo y lo responde complacida. Lamento cada segundo que no escucho el sonido que haces al vivir, callado, distante, observador bajo esas pestañas que te ocultan de tus miedos. No consigo cargarme de razones para enderezar las débiles respuestas que me impone cada presente y por eso, siento un frío que, en ocasiones, solo logro calmar con silencios, largos, solitarios y algo líquidos. Soy consciente de lo áspera que resulta la distancia entre el instante y el recuerdo, sobre todo cuando se camina en soledad. Créeme, sé que esos pasos tuyos torcidos y grandes, me quieren de una forma tan especial que cada vez que los oigo no puedo evitar caminar tras su rastro para encontrarme contigo. Y entonces necesito que me agarres, que escondas tu barbilla en mi cuello, que mis brazos intenten dibujarse en tu espalda, como si sólo fuese esa vez, como si tuviese solo una oportunidad. Y es que, es eso, no quiero perderte por esos argumentos que no he escrito, pero que día a día se cuelan entre nosotros para contar nuestra historia. Tenlo claro, por favor, eres tan especial, tan delicado, tan generoso que tus sonidos son lo mejor que he encontrado nunca para poder abrigarme…

lunes, 11 de abril de 2011

Sinfonía Nº 5 Adagietto (Gustav Mahler)

Nunca imaginé que fuese tanto...

Y finalmente tu silencio. Ese que recorre cada espacio que habitas, prudente, agradecido, distante. Ya lo advertí aquel nueve de noviembre, pero lo que creí una casualidad se ha convertido en el discurso más elocuente, en el más constante, en el menos monótono. Ahora su significado pesa, su trazado es más tangible y su intensidad me hace sufrir una emoción que intoxica cada pregunta y cada respuesta. Y hablo de sufrimiento como alternativa inequívoca, agradecida por la fuerza de tus consonantes, las que callas, las que omites, esas que me regalas para que yo comprenda. Y tú en silencio. El que extiendes discreto, cabizbajo, como anuncio de una multitud de opciones que aceptas, que comprendes aunque no las compartas ni las disfrutes. Incluso como anticipo de las que soportas, de aquellas que te hieren, de las que preferirías no haber inventado, ni permitido, pero que al final consientes. Al contrario, las digieres, las respiras y por último las escondes en laberintos apagados, desconocidos; para que se pierdan y nadie, ni siquiera tú, las oiga lamentarse. Solo queda, entonces, de nuevo tu silencio, el que te identifica, el que responde consciente ante la importancia de la disyuntiva y entonces, generoso lo regalas para que alimente ese lugar que nunca conoceré pero que es el único al que recurro constantemente para guiar mi vida. Allí se que están, además, los impulsos, la certeza irracional, y todas aquellas líneas que me escribes cada día en el reverso de mis sonidos para que no te olvide.